Ángel Falco fue poeta, nació en Montevideo en 1885 y murió en la misma ciudad, en 1971.
Estudió en la Escuela Militar, llegó al grado de oficial e incluso combatió en la guerra de 1904. Con algo más de veinte años, no pudo contener su atracción por el anarquismo —en boga por entonces—, y abandonó su destino castrense para dedicarse de lleno a las letras.
Muy pronto publica Ave Francia! (1906) y a continuación Cantos rojos (1907), libro que lo consagra popularmente. Zum Felde destaca en estos poemas “la exuberante frondosidad verbal, la hipérbole metafórica y el fogoso tono oratorio de mitín o barricada”. Eran tiempos de largas veladas bohemias en el café Polo Bamba, donde —al decir del mismo crítico— se lo podía ver al poeta “con su desafiante porte de D'Artagnan y su lírica hugonesca”, acompañado por Emilio Frugoni o Florencio Sánchez.
Con los años se fue entibiando su entusiasmo revolucionario, y dejó a un lado los temas sociales para abordar una épica grandilocuente o un paganismo sensual al estilo de Darío. Tan evidente fue el cambio que el propio poeta debió realizar una aclaración en sus Breviarios galantes (1909): “Prevengo al lector, que no se sorprenda de las metáforas de carácter religioso que pueda hallar en este libro, escrito para los amantes, haciendo una breve tregua a mi ensueño guerrero y subversivo”.
Todavía con los ecos de sus famosos Cantos rojos, en 1920 es nombrado cónsul y desde allí su vida conocerá varios parajes, entre ellos España, Italia y México. Con el alejamiento, su recuerdo literario se irá empequeñeciendo, a la par de que menguaron notoriamente sus publicaciones. Recién dos décadas después edita Hermano de bronce (1941) inspirado en el movimiento indigenista americano, y con un salto temporal similar, se edita en su homenaje Cantos rojos, toques de carga y otros poemas (1962). En 1965 será el turno de Intihuallcca (Collar del sol) , su única obra teatral.
Desde el México de 1946, así lo describe Ermilo Abreu: “Y por ahí va Ángel Falco. Parece un fantasma vestido de negro. Hace tiempo que vive entre nosotros. Los efebos, le ignoran; pero los hombres le quieren y los humildes le admiran. Nadie interrumpa su silencio en el café donde refugia su soledad, porque ha de decir, sin miramiento ni recato, una terrible blasfemia”.